Desde las Estrellas a la Revancha. Villa de Leyva, San Pedro de Iguaque, Arcabuco, Moniquirá Boyacá. Marzo de 2024.

Mucha agua bajo los puentes, pasa en un letárgico lustro, en el que también ha sucedido mucho; pandemia incluida y grandes logros personales cumplidos que antes veía distantes y también esas revanchas que tardan, esas promesas que se hacen con rabia, amor o convicción, hechas con el impulso de la frustración y que al cumplirlas son tan dulces, cual la miel.



Caminábamos en las calles de mi pueblo con una amiga, quien quiso viajar al pasado, al que la llevé con algunas historias, mientras la noche presumía de una elegante gala de terciopelo y piedras preciosas, siendo imposible que pasara desapercibida y terminamos abordando lo poco que sabíamos de astronomía. Recordé que, por esas fechas, estaba por celebrarse el famoso festival en Villa de Leyva en el que se puede observar más cerca el cielo y la gran sorpresa fue que aún quedaba tiempo para poder preparar ese viaje, ya que no era en el habitual febrero, sino en el siguiente y aun mejor, China, sería el país invitado de honor que organizaría esa hermosa oportunidad de hacer que el firmamento, se admire como si hubiese más cercanía.



Hicimos la promesa de viajar juntos, pero el tiempo, al pasar rápido y algunas circunstancias, propias de ella, han deshecho el compromiso. Yo hacía tiempo ya había superado el hecho de que si algo no sale como se plantea, al píe de la letra, no lo hacía y ahora lo enfrento, lo hago de otra manera, con la renuencia e insistencia que me ha permitido dibujar un rasgo de mi personalidad, que a veces me hace sentir orgulloso y a veces me pasa factura, con los intereses que deja la terquedad. Hay que hacerlo de otra forma capitán, pero hacerlo y por ello preparé un viaje en bicicleta, por la ruta habitual y entrañable del obelisco y Santa Sofía, en donde saludé a la señora Otilia, dueña de la tienda más grande del pueblo que en mi primer viaje en bicicleta, quince años atrás, me ha brindado apoyo y desde entonces, su amistad. No quise grabar la ruta, para deshacer un poco la monotonía de evidenciar los mismos caminos que aunque especiales, últimamente han sido muy recorridos.



Ya en la hermosa Villa de Leyva, comencé a disfrutar en la joven tarde de las actividades que se ofrecían. La noche llega y ni cuenta me he dado. Un minuto no se siente igual, subiendo la montaña que regresando, luego de la cima y después de disfrutar una conversación con tres amigos chinos, junto al dragón que se ha posado en la fuente central, de una luna espléndida, los tenues tonos de la nebulosa de Orión o la hermosa Sirius rodeada de la nada más oscura, además de mis entrañables Pléyades, a simple vista en el cielo del norte y acabado el evento por esa noche, me adentro en el desierto adyacente para cumplir el ritual obligado al viajar pedaleando, de cada final de día; busco un apartado y tranquilo lugar, para armar mi carpa, cenar, asearme y dormir. El entusiasmo y la felicidad de navegar con la mirada el firmamento, pisotearon los intentos de nostalgias baratas, que trataban de asomarse en este bello presente, al ver aquella esquina, que apropiadamente, resguardaba recuerdos coincidentes con un gran contenedor de basura.



Antes de dormir, he cambiado el techo protector de la carpa, por la misma noche brillante y hermosa que me arroparía en sueño profundo. Salva, tenía razón, pues el mejor arrullo es el de las estrellas. La intención de regreso por el mismo camino, se desvanece al día siguiente, pues me pasé la mañana en más conferencias y avistamientos, ahora de nuestro sol, pero la iniciativa de volver por otra ruta, asfaltada y más rápida, era todo lo contrario a ello y nada coherente con las circunstancias y brincó en el mapa de papel un punto entre montañas, que alguna vez me ha hecho querer alcanzarle, sin poder tener ningún éxito, allá por el 2019, cuando desde Tunja, Motavita y Sora, quise trepar la cara que no conocía del Complejo de Páramos Iguaque Merchan, en cuya cima reina la Laguna de Iguaque y sus aguas diamantinas.



Ese punto en la cartografía de mis caprichos, no era otro que el hermoso San Pedro de Iguaque, pequeño poblado que al recibirme, luego de hermosos campos bordados en retazos de distintos verdes y ocres, me sorprendía para bien con el saludo sincero y espontáneo de sus pequeños niños de ojos claros y piel rojiza, con la cerveza brindada por quienes descansaban en la calle resguardados con sus ruanas y su sonrisa, la imagen de la madre Bachué, señalándome la cima donde está reposante la laguna en aquel marco majestuoso al noroccidente de aquellas inmensas montañas que alguna vez ascendí, por la cara opuesta para beber de las aguas sagradas, desde donde ha emergido el génesis de todo el universo Muisca.



Cinco años atrás, por una tormenta de viento y granizo que ha convertido el camino de ascenso en un furioso y caudaloso río y una tarde que jugaba a ser noche por su oscuridad, he tenido que regresar derrotado y no poder seguir todo al píe de la letra, como había planeado esa historia, con algo de ingenuidad o más bien de prepotencia que se disfraza del famoso yo puedo con todo, se convierte aquella aventura en bitácora de frustración y caminos desandados, pero con la promesa de revancha y a San Pedro, algún día llegar. Ese domingo a medio día fue ese día y luego del duro ascenso por la vía principal a Tunja, entre camiones, motos cacofónicas y un señor que en bicicleta de a poco me alcanzaba y maldecía el tráfico, he emprendido la ruta de la revancha hacia San Pedro, aunque sin pasar por el bello pueblito de Sora, aunque sí por sus veredas y portal, para así conocer aquella cara sur oriental, de tan magnas montañas y luego de los campos más hermosos y la gente más simpática, con las últimas horas de la tarde, que allí, me permiten reposar.



Como epílogo, llega la noche y entre un ocaso multicolor de verano, un cielo claro y estrellado entra en escena y entre una sorprendente carretera asfaltada, que creía difícil trocha, renunciaba a pedalear, solo para poder alzar la mirada y perderme en un cielo aún más profundo que ahora sí delataba a su camino lácteo, que me maravillaba. Las siluetas de las montañas del Complejo de Páramo de Iguaque, ahora a mi siniestra, no se daban por vencidas y seguían luchando contra la oscuridad, mostrándose mágicas, como una promesa nueva de cruzar estos parajes inéditos, con la magia del día y sus colores. Las casitas dejaban ver por sus ventanas, la vida que ocurría en cálido interior y tenue luz amarilla, mientras que alcanzo la caótica y llena de tráfico, aunque descendente vía principal sesenta y dos, que me llevaría a casa.



En Arcabuco y con el calor de la aguapanela en mis gélidas manos y la conversación de un señor que vende colchones desde su camión, descanso un poco antes de adentrarme en el cañón del Pómeca, para luego llegar a casa, pero en el peaje y casi una hora antes de medianoche, resuelvo descansar, plantando mi carpa cerca a la caseta de vigilancia, con el permiso y resguardo de la autoridad y así poder dormir al menos cinco horas y continuar al día siguiente para llegar a tiempo a casa y luego trabajar. El amanecer me alcanza en Moniquirá, así como la felicidad de haber conocido aquel hermoso lugar, justo como una semana atrás, cuando he llegado por primera vez a otros lugares a los que querré regresar.

Ahora estoy seguro que la bitácora es mejor que el plan y por ello siempre es grandioso ver cómo lo que no sale al pie de la letra, de lo que se idea previamente, resulta en lo inimaginable, en lo que destruye lo predecible e incluso lo deseable o evitable y está felizmente por encima de todo ello. Nunca al pie de la letra.