Paisaje Inmutable, Velandia, Tres Ave Marías Alta Saboyá Boyacá. Crestegallo y Páramo , Puente Nacional Santander. 2016.
near Puente Nacional, Santander (Republic of Colombia)
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Trail photos
Itinerary description
La bicicleta siempre nos acerca a paisajes, situaciones, estados de ánimo e incluso personas. Era la primera vez que salía con alguien que a pesar de su poca experiencia en el ciclo montañismo, me debía esperar porque mi lentitud, sea por el poco dormir de la noche anterior, los problemas mecánicos de la Libélula por propio descuido o el pinchazo gracias a la ya descartable coraza de la rueda trasera, no daban tregua.
Sentía una mezcla entre cansancio, afán y vergüenza cuando la ventaja se estiraba a más de 20 minutos, pero su paciencia y su ánimo de conocer esta nueva ruta por un departamento como Boyacá, desconocido para él, sobre una bicicleta, hicieron que me pudiese esperar e incluso dar cortas ventajas.
Cuando superamos la primera etapa en la que se va por trocha en kilómetro 4, Vereda Río Suarez, llegamos a la vía central pavimentada con rumbo al sur en franco ascenso hasta Saboyá. El sol era infernal y si subía potencia a medio cambio de uno de los más suaves, no lograba el ascenso, a parte del tráfico que gestaba un viento lateral que con el que estaba en contra, hacían una tortura, ese tramo, aunque para mi compañero Julián, seguramente no era muy relevante por el ritmo de pedaleo.
Dejo de quejarme y me hago la idea que pronto en vía trocha será mejor y así sería. Luego de Saboyá y adentrándonos en la montaña, ni el sol, ni el polvo, ni la espera de Julián me afectaban tanto. Me sorprendió ver el Río Suarez casi seco por el crudo verano, en el que el sol no quiere desprender su fuerte puño de la tierra.
La gente que pasaba arrastrando una esperanza de lluvia y su amabilidad nos saludaba y nos indicaba lo cerca o lejos que estaríamos. Un pequeño llamado Carlos, tomó el casco y las gafas de Julián y allí mientras me esperaban, surgía el deseo del niño por algún día tener una bicicleta como la de Julián, no como la mía, que poco le interesó por llegar de última.
Fue agradable y sin esa espera tal vez el encuentro se limitaba a un saludo. A Julián lo manda a píe mientras él disfrutaba de un fugaz pedaleo hasta su casa después de una curva y a mí, me ha tocado con gusto llevar la panela de encargo que esperaba su mamá en la humilde casa cercana donde terminaba su viaje, pero nacía su gusto por las bicis de montaña.
Nuestro ascenso continúa en forma interrumpida por las dudas en las intersecciones que por su cantidad, me hacían sentir en un laberinto, mientras Julián al frente con cadencia inquebrantable, me preguntaba si izquierda o derecha, el mapa se burlaba de mí, con tanta línea enredada. Subíamos ya por un camino en piedra con menos polvo y más dificultad y cuando él ya iba bastante adelante, mi llanta trasera estalla, así nada más y recordé que la cubierta estaba ya tan gastada, que no podría echarle culpas a la inexistente mala suerte, diosa mitológica que lleva absurdamente, todas las causas de nuestros errores.
Allí alcanzo a Julián con la bicicleta en la mano y aparte de decirle del pinchazo, me había dado cuenta que debíamos volver casi un kilómetro pues ese no era el camino. Con un neumático nuevo que yo llevaba, al montar todo con su total colaboración, nos damos cuenta que la coraza también tiene una gran abertura y seguramente pincharía de nuevo fácilmente.
La única esperanza era que estábamos a pocos kilómetros del alto y allí los ascensos morirían, y en caso extremo, sería llevar la bicicleta caminando hasta la población más cercana y a esas alturas casi ninguna lo era. Fue casi una hora tratando de arreglar el desastre con el único parche que quedaba instalándolo por fuera, protegiendo la coraza. Al final la rueda llega perfecta a un alto donde nos esperaba un sitio de peregrinación, una extraordinaria vista de casi toda la provincia de Vélez, divisando Barbosa, Guavatá, Vélez y todas las montañas circundantes junto con los pueblos de Moniquirá, Togüi y Gachantivá y la serranía PNN de Iguaque, donde hacía pocos días yo sonreía.
Justo a nuestras espaldas un bosque de frailejones impetuosos ante un sol inusualmente fuerte y un horizonte que albergaba el nevado del Tolima y del Ruiz a contra luz. Casi 3.400 metros de altitud que cortaban el aliento no sólo por el escaso oxígeno sino por la belleza del lugar.
Ya no habían más laberintos y el camino era uno sólo, con márgenes de surcos cultivados de papa, empedrados de forma caprichosa por la naturaleza y la gran gente boyacense y santandereana, acariciando la tierra como buscando un tesoro. El camino era dorado por las hojas de pino secas que reflejaban un ocaso ya naciente y de repente al final del mismo, abajo, Crestegallo, una formación rocosa que sale con ahínco de la montaña que nos sostenía y a la que era posible franquear para estar en un vacío. Yo sin ser capaz hasta el final descendí la bici al hombro o a una rueda por el espinoso sendero y con la excusa de la foto desde abajo, evité ese vértigo que me sabe dar en las alturas y en los vacíos.
El camino era una selva con un mar de espinas y las hojas secas de roble y eucalipto, hacían resbaloso y tortuoso el andar, o el resbalar. Mi amigo me sobrepasa y vamos dando leves llamados para no perdernos del selvático tramo ya confiando en el instinto de orientación, pues los mapas se me habían borrado. Dominando la peña por fin desde arriba hacia abajo, nos despedimos de ella con un camino de piedra y luego la trocha a la ya nocturna Peña Blanca, el pequeño, frío y entrañable poblado donde gracias a Dios aún estaba abierta una tienda donde recuperamos los niveles de azúcar y tranquilidad, mientras el frío ganaba terreno. Reflexionaba aliviado que después de doce años de estar arriba en la cresta y en el páramo de Limatón, el paisaje era inmutable, como si allí el tiempo se detuviese.
Enciendo la luz led y ya con el hambre y la sed asesinadas, bajamos por primera vez a un mismo ritmo ya que debía compartir la luz para el descenso por una trocha infestada de piedra suelta, curvas pronunciadas y mucha arena. El canto de los árboles con el viento y las estrellas de fondo, eran el escenario que nos ponía un punto final al viaje y nos sentimos aliviados cuando una añorada carretera central pavimentada se hizo sentir bajo los manubrios, ya que poco o nada se veía.
El miedo a que la rueda estallara de nuevo por el improvisado pero efectivo arreglo desaparece y bajando a casi 60 km por hora, frenéticamente, adelantando camiones ya entradas las ocho de la noche, llegamos a casa, con una amalgama paradójica de cansancio y descanso. Es una de las mejores rutas que he hecho y pone punto final a mi desanimo de viajar acompañado, pues no era de mi agrado hacer una ruta en compañía. Afortunadamente, algunos conceptos malos, cambian. Gracias amigo Julián.
Sentía una mezcla entre cansancio, afán y vergüenza cuando la ventaja se estiraba a más de 20 minutos, pero su paciencia y su ánimo de conocer esta nueva ruta por un departamento como Boyacá, desconocido para él, sobre una bicicleta, hicieron que me pudiese esperar e incluso dar cortas ventajas.
Cuando superamos la primera etapa en la que se va por trocha en kilómetro 4, Vereda Río Suarez, llegamos a la vía central pavimentada con rumbo al sur en franco ascenso hasta Saboyá. El sol era infernal y si subía potencia a medio cambio de uno de los más suaves, no lograba el ascenso, a parte del tráfico que gestaba un viento lateral que con el que estaba en contra, hacían una tortura, ese tramo, aunque para mi compañero Julián, seguramente no era muy relevante por el ritmo de pedaleo.
Dejo de quejarme y me hago la idea que pronto en vía trocha será mejor y así sería. Luego de Saboyá y adentrándonos en la montaña, ni el sol, ni el polvo, ni la espera de Julián me afectaban tanto. Me sorprendió ver el Río Suarez casi seco por el crudo verano, en el que el sol no quiere desprender su fuerte puño de la tierra.
La gente que pasaba arrastrando una esperanza de lluvia y su amabilidad nos saludaba y nos indicaba lo cerca o lejos que estaríamos. Un pequeño llamado Carlos, tomó el casco y las gafas de Julián y allí mientras me esperaban, surgía el deseo del niño por algún día tener una bicicleta como la de Julián, no como la mía, que poco le interesó por llegar de última.
Fue agradable y sin esa espera tal vez el encuentro se limitaba a un saludo. A Julián lo manda a píe mientras él disfrutaba de un fugaz pedaleo hasta su casa después de una curva y a mí, me ha tocado con gusto llevar la panela de encargo que esperaba su mamá en la humilde casa cercana donde terminaba su viaje, pero nacía su gusto por las bicis de montaña.
Nuestro ascenso continúa en forma interrumpida por las dudas en las intersecciones que por su cantidad, me hacían sentir en un laberinto, mientras Julián al frente con cadencia inquebrantable, me preguntaba si izquierda o derecha, el mapa se burlaba de mí, con tanta línea enredada. Subíamos ya por un camino en piedra con menos polvo y más dificultad y cuando él ya iba bastante adelante, mi llanta trasera estalla, así nada más y recordé que la cubierta estaba ya tan gastada, que no podría echarle culpas a la inexistente mala suerte, diosa mitológica que lleva absurdamente, todas las causas de nuestros errores.
Allí alcanzo a Julián con la bicicleta en la mano y aparte de decirle del pinchazo, me había dado cuenta que debíamos volver casi un kilómetro pues ese no era el camino. Con un neumático nuevo que yo llevaba, al montar todo con su total colaboración, nos damos cuenta que la coraza también tiene una gran abertura y seguramente pincharía de nuevo fácilmente.
La única esperanza era que estábamos a pocos kilómetros del alto y allí los ascensos morirían, y en caso extremo, sería llevar la bicicleta caminando hasta la población más cercana y a esas alturas casi ninguna lo era. Fue casi una hora tratando de arreglar el desastre con el único parche que quedaba instalándolo por fuera, protegiendo la coraza. Al final la rueda llega perfecta a un alto donde nos esperaba un sitio de peregrinación, una extraordinaria vista de casi toda la provincia de Vélez, divisando Barbosa, Guavatá, Vélez y todas las montañas circundantes junto con los pueblos de Moniquirá, Togüi y Gachantivá y la serranía PNN de Iguaque, donde hacía pocos días yo sonreía.
Justo a nuestras espaldas un bosque de frailejones impetuosos ante un sol inusualmente fuerte y un horizonte que albergaba el nevado del Tolima y del Ruiz a contra luz. Casi 3.400 metros de altitud que cortaban el aliento no sólo por el escaso oxígeno sino por la belleza del lugar.
Ya no habían más laberintos y el camino era uno sólo, con márgenes de surcos cultivados de papa, empedrados de forma caprichosa por la naturaleza y la gran gente boyacense y santandereana, acariciando la tierra como buscando un tesoro. El camino era dorado por las hojas de pino secas que reflejaban un ocaso ya naciente y de repente al final del mismo, abajo, Crestegallo, una formación rocosa que sale con ahínco de la montaña que nos sostenía y a la que era posible franquear para estar en un vacío. Yo sin ser capaz hasta el final descendí la bici al hombro o a una rueda por el espinoso sendero y con la excusa de la foto desde abajo, evité ese vértigo que me sabe dar en las alturas y en los vacíos.
El camino era una selva con un mar de espinas y las hojas secas de roble y eucalipto, hacían resbaloso y tortuoso el andar, o el resbalar. Mi amigo me sobrepasa y vamos dando leves llamados para no perdernos del selvático tramo ya confiando en el instinto de orientación, pues los mapas se me habían borrado. Dominando la peña por fin desde arriba hacia abajo, nos despedimos de ella con un camino de piedra y luego la trocha a la ya nocturna Peña Blanca, el pequeño, frío y entrañable poblado donde gracias a Dios aún estaba abierta una tienda donde recuperamos los niveles de azúcar y tranquilidad, mientras el frío ganaba terreno. Reflexionaba aliviado que después de doce años de estar arriba en la cresta y en el páramo de Limatón, el paisaje era inmutable, como si allí el tiempo se detuviese.
Enciendo la luz led y ya con el hambre y la sed asesinadas, bajamos por primera vez a un mismo ritmo ya que debía compartir la luz para el descenso por una trocha infestada de piedra suelta, curvas pronunciadas y mucha arena. El canto de los árboles con el viento y las estrellas de fondo, eran el escenario que nos ponía un punto final al viaje y nos sentimos aliviados cuando una añorada carretera central pavimentada se hizo sentir bajo los manubrios, ya que poco o nada se veía.
El miedo a que la rueda estallara de nuevo por el improvisado pero efectivo arreglo desaparece y bajando a casi 60 km por hora, frenéticamente, adelantando camiones ya entradas las ocho de la noche, llegamos a casa, con una amalgama paradójica de cansancio y descanso. Es una de las mejores rutas que he hecho y pone punto final a mi desanimo de viajar acompañado, pues no era de mi agrado hacer una ruta en compañía. Afortunadamente, algunos conceptos malos, cambian. Gracias amigo Julián.
Waypoints
Intersection
8,520 ft
Saboyá Boyacá
Saboyá Boyacá
Comments (4)
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Tremendo ascenso, para poder disfrutar de la vista desde este fabuloso alto, felicitaciones Marius, muy buen registro fotográfico y muy buena crónica.
Gracias a usted por el tiempo para leer y valorar la ruta, que espero haga algún día y si algo lo acompaño. Estos parajes de páramo entre estos dos departamentos, son de una belleza única y muy valiosos para el agua.
Con ayuda de Dios, el día menos pensado hacemos el recorrido y muchos otros más por esas encantadoras tierras de Santander y Boyacá.
Dios lo oiga mi hermano, para mí sería genial.