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Trail stats

Distance
3.73 mi
Elevation gain
125 ft
Technical difficulty
Easy
Elevation loss
125 ft
Max elevation
181 ft
TrailRank 
32
Min elevation
107 ft
Trail type
Loop
Time
57 minutes
Coordinates
1091
Uploaded
March 11, 2024
Recorded
March 2024
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near Hostafrancs, Catalunya (España)

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Itinerary description

Estirando las patas y haciendo tiempo, alrededores de Sants.
Passeig a Barcelona.
Mierdalena Vitol fue ayer.


A finales de mayo había perdido ocho kilos y había rejuvenecido cinco años. O seis.
Eso es lo que sentía.
Caminaba con ligereza, abandonaba la cama con euforia, pensaba y escribía a velocidades de vértigo. La ropa antigua me quedaba bien. Recuperé del desván cuatro o cinco chaquetas que estaban como nuevas pero que había retirado por culpa de los kilos de más.
Este va a ser mi año, me decía al verme en el espejo, pues era también víctima o beneficiario (cómo saberlo) de un optimismo corporal del que no disfrutaba desde hacía tiempo. El problema era dónde detenerme, en qué momento dejar de perder kilos y dedicarme a mantener los conquistados, pues cuando el adelgazamiento alcanza cierta velocidad (la velocidad, supongo, de crucero) la tentación de poner el piloto automático para continuar el vuelo hacia la ligereza es grande. La ligereza saca el místico que llevamos dentro. El que adelgaza comete, con frecuencia, el mismo error que el que deja el tabaco, y que no es otro que el de mirar con superioridad al gordo o al que fuma. La pérdida voluntaria de materia, además de estilizarnos físicamente, nos conduce a la búsqueda de salidas espirituales para la angustia existencial.
¿Meditación? ¿Yoga? ¿Pilates? ¿Budismo?
En esas estaba cuando recibí un correo de Arsuaga en el que decía lo siguiente:

Querido Millás:
La probabilidad de que un varón como tú, de 75 años, no llegue a soplar el pastel de las 76 velas es de un 27 por mil, es decir, caen 27 de cada mil españoles de 75 años. Parece poca cosa, pero el problema es que los caídos se van acumulando y cada vez hay más. El año que viene, si has sobrevivido, el porcentaje será de 29 por mil. Cuando cumplas 80 años, será del 41 por mil. A los 85 subirá al 71 por mil. Si alcanzas los 90, será del 124 por mil, es decir, más de doce de cada cien. Entonces habrá que empezar a preocuparse. Las cifras parecen pequeñas, pero esto es como una carrera de obstáculos en la que los corredores van cayendo. Por eso las gráficas demográficas de las poblaciones normales tienen forma de pirámide, aunque sus paredes no son regulares, como las de las egipcias. En España, la pirámide está invertida, claro, porque no nacen niños, y a este paso va a convertirse en una peonza. En resumen, que tampoco es para tanto la cosa mientras estemos tan sanos y guapos como ahora. Por cierto, en el caso de que no hayas abandonado el régimen, lleva cuidado con él: si te miras en el espejo y te ves la calavera, abandónalo de inmediato.
Abrazos,
Juan Luis Arsuaga

Me miré en el espejo con detenimiento, buscando rastros de la calavera, y a veces los veía y a veces no. (¿Los dientes son o no son calavera?). Es lo que pasa cuando te obsesionas con algo: que vives confundido.
En todo caso, ¿debía atribuir el correo escatológico de Arsuaga a su sentido del humor? ¿Se trataba de una mera información estadística o contenía, disfrazado de ella, un ataque personal? No resultaba fácil averiguarlo. Con Arsuaga nunca se sabe. Alterna los momentos zen o epicúreos con instantes de misantropía que me alteran emocionalmente, pues despiertan mi propia aversión hacia la humanidad.
¿Aversión hacia la humanidad?
No es eso. Lo que yo había sentido en otra época, en la adolescencia sobre todo, aunque en la juventud también, era un rencor procedente de un malentendido: el malentendido de que el mundo me debía algo. No es bueno vivir con esa idea, que se vuelve obsesiva en ocasiones y te corroe cuando tú crees equivocadamente que corroe a los que odias. Logré eliminarla en la terapia psicoanalítica desde el punto de vista racional, pero quizá no desde el sentimental. Sé que el mundo no me debe nada, pero siento que sí. Esa misma tarde, cuando entré en la consulta de mi psicoanalista, tras tumbarme en el diván, volví a desenterrar este asunto que ella y yo dábamos por olvidado:—Creo que no me he quitado de la cabeza la idea de que el mundo me debe algo —dije.
—¿No se la ha quitado usted de la cabeza o no se la ha quitado usted del corazón? —preguntó la terapeuta como si hubiera leído mis pensamientos.
—Del corazón —respondí—, no me la he quitado del corazón. De la cabeza sí: sé que, racionalmente hablando, es una estupidez pensar que el mundo me debe algo.
—Pero es hermoso pensar que el mundo tiene una deuda con nosotros.
—Hermoso y, en cierto modo, eficaz —repliqué.
—Eficaz cómo.
—Yo he escrito gracias a esa deuda imaginaria. La escritura fue un modo de canalizar mi rencor por esa deuda no satisfecha. La lectura también. Quizá no esté bien decir esto, pero creo que leo y escribo por rencor.
—¿Dejaría de leer y escribir si le desapareciera el rencor?
—Quizá sí —pensé en voz alta—, quizá lo sustituyera por la curiosidad.
—Pero usted tiene fama de curioso.
—La curiosidad es la pantalla, la tapadera del rencor.
—¿Y qué es lo que le ha traído a la memoria el asunto de la deuda que supuestamente mantiene el mundo con usted?
En mi análisis no había aparecido todavía Arsuaga, o había aparecido de pasada, al comentar las incidencias de nuestro libro anterior. Me negaba, por razones oscuras, a que el paleontólogo entrara ahí. No quería que invadiera ese ámbito tan privado de mi existencia. No sabía qué hacer. Finalmente, le dejé pasar.
—Tengo la impresión —dije— de que en Arsuaga alienta una suerte de misantropía que yo he reprimido en mí. Significa que, lejos de curarla, la he negado.
—¿Arsuaga siente que el mundo le debe algo? ¿Eso es lo que usted cree?
—No lo sé.
—Pues pregúnteselo.

Tal es lo que hice, preguntárselo a través de un correo que le envié esa misma noche y al que, curiosamente, pues no es propio de él, respondió enseguida con estas palabras:

No, Millás, no pienso que el mundo me deba nada. Para un seguidor de Lucrecio ni siquiera existe la dualidad mundo/yo. Somos átomos que se combinan durante un tiempo y luego se separan para combinarse otra vez. Es un privilegio ser ahora la combinación de átomos que somos y que, por cierto, se van renovando mientras vivimos. En el terreno personal, me siento bendecido por los dioses y muy afortunado.
Tenemos que seguir hablando de la relación entre el nicho y la dieta.
Abrazos

El mundo no le debía nada a Arsuaga. Me dieron ganas de preguntarle si me había contestado con la cabeza o con el corazón, pero me pareció más sensato dejar las cosas como estaban.
Poco después, me citó a la hora de la comida en un restaurante situado en la calle Estébanez Calderón, muy próximo a la plaza de Castilla, llamado Naked & Sated (Desnudo y Saciado).
Desnudo y Saciado.
Me pregunté si ya el nombre contenía un mensaje oculto y me respondí enseguida que sí, pues se trataba de un establecimiento de comida paleolítica. No es que lo anunciaran de ese modo, pero tal era el propósito que latía bajo la información que descubrí en internet: «En Naked & Sated creemos que es hora de retomar la cordura y resetear nuestro cuerpo y mente. Queremos poner en tu plato alimentos reales, desnudos, frescos y de temporada, que te ayuden a cuidarte y con los que cuidemos el medio ambiente».
Alimentos reales capaces de resetear la mente. Eso era lo que yo buscaba desde que comencé a adelgazar: conectar con la realidad real (tenía con frecuencia la impresión de vivir en una realidad simulada) y resetear mi mente. Pronto descubrí que perder kilos no bastaba, de ahí mis dudas sobre la meditación, el yoga, el pilates, el budismo…
¿Sería el modo de vida paleolítico lo que andaba buscando?

El local, con la cocina a la vista del público, resultaba agradable por su amplitud, no sé, o porque sus espacios se mostraban abiertos hacia el exterior (la calle), pero también hacia sí mismo. La decoración, que califiqué mentalmente de californiana, quizá con algunos toques hippies, colaboraba a crear una atmósfera que predisponía al buen rollo, signifique lo que signifique buen rollo, incluso signifique lo que signifique decoración californiana, toques hippies, etcétera. No obstante, y dada mi situación emocional, me pregunté si había entrado en un comercio o en un templo.
Ocupamos una especie de reservado del fondo del establecimiento donde ya nos aguardaba el que sería nuestro anfitrión, José Luis Llorente, más conocido como Joe Llorente.
—Este señor —dijo Arsuaga— es un exjugador de baloncesto.
—Yo jugué con Corbalán en el Real Madrid y en la Selección Española —añadió el presentado.
—Es un placer —dije estrechándole la mano.
Me hallaba calculando cuánto me faltaba a mí para alcanzar la delgadez de Joe, y quizá la tranquilidad de ánimo (o epicureísmo) que transmitía, cuando una camarera nos preguntó qué deseábamos beber.
—Vino —me adelanté yo en un automatismo previsor.
—No estoy en contra de beber vino en las grandes ocasiones —intervino Llorente—, pero te aconsejaría que bebieras kombucha.
—No sé qué es la kombucha —apunté con inseguridad.
—Se trata —me informó— de un té fermentado muy bueno para la microbiota.
Sabía lo que era la microbiota o el microbioma porque había hecho un par de reportajes sobre el asunto. Por decirlo rápido, el término alude al conjunto de bacterias beneficiosas que nos habitan en todo el cuerpo, pero especialmente en el aparato digestivo, y sin las cuales nuestras digestiones (por hablar solo de la digestión) resultarían imposibles. Hay laboratorios que se dedican al cultivo de estos microorganismos que la industria alimentaria introduce luego, pongamos por caso, en los yogures. Cuando en el envase de un producto nutritivo pone que incluye «probióticos», significa que contiene este tipo de bacterias sin las cuales no podríamos vivir. Aunque somos en apariencia sus hospedadores, en la práctica, y exagerando un poco, podríamos afirmar que ellas son nuestras anfitrionas. Si usted se ha preguntado alguna vez por el sentido de la vida y aún no ha hallado respuesta, no descarte la posibilidad de que nuestra existencia esté al servicio del mantenimiento de esos microorganismos. Hace poco, mis digestiones se volvieron lentas y pesadas. Telefoneé a un bioquímico amigo, le relaté los síntomas y me dijo que a partir de los sesenta y cinco años nuestro cuerpo deja de producir las bacterias intestinales encargadas de mantener a raya los procesos inflamatorios.
—Te recomiendo —añadió— que tomes cada día una porción de Lactobacillus gasseri KS-13, además de Bifidobacterium bifidum G9-1 y Bifidobacterium longum MM-2, para suplir esas carencias.
Consulté en la farmacia de mi barrio y resultó que tal combinación de seres microscópicos se comercializaba desde hacía tiempo bajo una marca de productos de parafarmacia. Inmediatamente adquirí un envase. Las bacterias se presentan liofilizadas, en cápsulas, y reviven en el medio húmedo de las interioridades ventrales. He de decir que mi existencia gastrointestinal dio un giro de ciento ochenta grados bajo la ingesta de estas bacterias, de las que soy adicto. Comprendí entonces la aceptación creciente de un tratamiento conocido como «trasplante de heces», que consiste en trasladar el microbioma de un paciente sano a uno enfermo.
Y bien, si la kombucha era buena para el microbioma, no había nada más que añadir. Tengo un gran aprecio por esa extraña forma de vida que me habita y a la que mi metabolismo debe tanto que no sabría decir si yo estoy hecho para ella o ella está hecha para mí.
Para que nos hiciéramos una idea de la cantidad de microorganismos que nos habitan y que nos mantienen en forma, Joe Llorente añadió:
—Tenemos cien veces más células ajenas que propias. Somos un zoo.
No obstante, y como de entrada, por una cuestión de método, soy resistente a las novedades, leí atentamente la etiqueta de la bebida y objeté de forma algo retórica:
—¿Pero esto es verdaderamente más sano que el vino? Aquí pone que contiene agua carbónica, con la que estoy en desacuerdo porque produce gases, y pone también que «el azúcar utilizada se consume en su totalidad durante el proceso de fermentación». El término azúcar, no importa en qué contexto aparezca, me pone en guardia.
—¿Pero no ves que se ha consumido en el proceso de fermentación?
Callé porque era cierto que donde hubo azúcar no había nada, pero cuando uno cree que la vida le debe algo desconfía de todo.
—Esto que vamos a hacer hoy —intervino Arsuaga para limar las aristas del silencio algo incómodo surgido de mi empeño en poner obstáculos— no es exactamente una comida, tampoco una experiencia, como dicen los críticos que reparten las estrellas Michelin. Esto forma parte de un estilo de vida.
Y añadió dirigiéndose a Joe Llorente:
—Estoy intentando explicarle a Millás que la dieta es una parte del nicho y que lo que hay que hacer es recuperar lo mejor de un estilo de vida que era excelente. O sea, que es mucho más que comer, porque lo que ese estilo de vida trata de decirnos es que es mejor tomar el azúcar del arándano que del azucarero.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque el arándano tiene menos calorías. El arándano no produce diabetes ni la consecuencia terrible de la diabetes, que es la ceguera. El azúcar del azucarero produce diabetes y ceguera real, además de metafórica.
—Ya —dije acobardado.
—Pero ni siquiera eso sería el nicho —añadió el paleontólogo en un tono didáctico, tranquilo, epicúreo, sensual, sibarita, voluptuoso—. El nicho sería ir a por los arándanos. Las calorías que proporciona un kilo de arándanos son siete veces menos que las de un kilo de azúcar, a las que tienes que descontar las energías que has invertido en recolectarlo. El nicho completo incluye mucho más que comer sano. Incluye hacer ejercicio para obtener el alimento.
—Desde luego —asentí al comprobar los gestos de aprobación de Joe Llorente.
—El estilo paleolítico —continuó Arsuaga— es mucho más que hacer deporte y comer sano, es llevar una vida armoniosa. No se puede sustituir el paseo por el monte o por el campo para recoger los arándanos por una cinta de correr. Son otras sensaciones porque, además de cuerpo, tenemos mente.
Sucede con frecuencia que cuando estoy por reprochar al paleontólogo sus excesos biologicistas, nombra la mente o el alma o el espíritu y logra desarmarme.
Creo que me lee el pensamiento.
—Si no puedes disfrutar todos los días en cuerpo y alma del contacto con la naturaleza —concedió al fin—, puedes caminar por una cinta. No es lo mismo que el campo, pero es mejor que la butaca.
Joe Llorente volvió a asentir con un movimiento de cabeza, lo que sin duda animó al paleontólogo a continuar:
—Un estilo de vida paleolítico puede incluir hablar con tus hijos, con tus nietos, tener tiempo para estar solo… Es mucho más, en fin, que comer sano.
—¿Qué más? —pregunté para dejar que diera rienda suelta al epicureísmo que se le había desatado.
—Todas las noches —continuó— escucho al lado de casa un sonido que los vecinos toman por una alarma porque se produce con regularidad. Pero es el canto del autillo, Millás.
—El autillo —repetí añadiéndole un leve matiz interrogativo.
—Se trata de una rapaz nocturna, muy urbana —aclaró Arsuaga—. Ser capaz de escuchar al autillo sin que te moleste también forma parte del estilo de vida paleolítico.
—¿Es que molesta?
—En internet encontrarás multitud de quejas dirigidas al ayuntamiento. Dicen que se lo lleven a otro sitio.
—¡Qué pena! —mentí, pues esa misma noche había dormido con la ventana abierta y me había cagado varias veces en el autillo, cuyo canto, de registro electrónico, es idéntico a los pitidos de mi cocina de inducción cuando se vuelve loca.

Comments  (3)

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    Jabali59 Mar 11, 2024

    A quemar los excesos de la Magdalena. 🤣🤣

  • Photo of SaludYRepública
    SaludYRepública Mar 11, 2024

    Yo la llamo Mierdalena 💩💩. Excesos cero. 😂

  • Photo of luis.cattelan
    luis.cattelan Mar 14, 2024

    No, vivir no es un carrera de obstáculos en la que los corredores van cayendo, es un bombardeo sobre tu cabeza que, a cada año que pasa, las bombas te caen más cerca 💥💥💥💥💥💥

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